En la ciudad alegre y renombrada que riega, saltarín, Guadalmedina, empezó a padecer de mal de orina una recién casada de edad de veinte años, a quien vinieron semejantes daños de que su viejo esposo sesentón lujurioso, por más esfuerzos que a su lado hacía y con sus refregones la impelía al conyugal deseo, quedando a media rienda el pobrecito con un moco de pavo tan maldito que la moza volada enfermó de calor.¡ Ahí que no es nada!
Era harto escrupulosa la requemada esposa, y, por calmar su ardor la Penitencia, frecuentaba los santos sacramentos, pensando que aliviaran su conciencia ciertos caritativos argumentos con que un fraile agustino daba lecciones de amor divino. Refirióle afligida las fatigas que el viejo impertinente, su esposo, aunque impotente, le obligaba a sufrir, y que encendida, después que la atentaba y de sus asquerosas babas la llenaba, en el crítico instante la dejaba ardorosa y titilante.
(Y aquí, lector, no cuento lo que también contó de un sordo viento fétido y asqueroso, que expelía en la acción su anciano esposo, caliente y a menudo: mas por mí no lo dudo, porque la edad en tales ocasiones afloja del violín los diapasones.)
Volvamos sin tardanza al agustino, que entendió la danza y la dijo:
- Esta tarde a solas quiero, hermana, que me aguarde en su cuarto, y haré que el mal de orina se le cure con una medicina que el gran padre Agustín, santo glorioso, a nuestra religión dejó piadoso.
En esto concertados, el bravo confesor y la paciente a la tarde siguiente a la alcoba entraron, y, encerrados allí, su Reverencia a la joven curó de su dolencia con un modo suave y al mismo tiempo vigoroso y grave.
Entre tanto, el esposo, con un médico había, cuidadoso, consultado los males que su mujer sufría tan fatales, y a su casa consigo le traía a tiempo que salía de ella el buen confesor, gargajeando y de la fuerte operación sudando.
Sin detenerse el viejo en otra cosa, entró y le dijo a su esposa:
- Mira, hijita, qué médico he buscado, que dejará curado ese tu mal de orina, aplicándote alguna medicina.
Y ella al galeno entonces, muy serena, dijo:
- No es menester, que ya estoy buena; mi enfermedad penosa ha cedido a la fuerza milagrosa que San Agustín puso en los pepinos de los robustos frailes agustinos.
Fuente: La medicina de San Agustín. Félix María de Samaniego en El Jardín de Venus. Ed. Mestas,2002
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