La discusión sobre la generación de una institucionalidad nueva que reconozca y regule las relaciones íntimas de individuos, ya no sólo heterosexuales, por medio del Acuerdo de Vida en Común o el matrimonio gay se ha centrado sobre la necesidad de proteger “el matrimonio”. El problema ha sido el no reflexionar sobre la naturaleza de esa misma institución. Se asume su existencia como algo natural, indiscutible, monógamo, un bien en sí mismo y de generación a-histórica. Se pierde de vista que es una ficción social, como toda institución.
Lo primero, por prudencia argumentativa, es distinguir la creencia mística o religiosa de su origen histórico. La existencia de distintas formas de matrimonio, es un hecho de la causa por nadie desmentida: inclusive bíblico. Otra cosa es que legítimamente algunos puedan creer, a pie juntillas, que además le acompaña a su forma monógama, una voluntad divina. Como eso es materia de fe y no argumentable más allá de ese ámbito, lo que tenemos es una institución que ha tenido distintas formas en culturas diversas, momentos históricos diferentes, que ha transitado no sólo de la poligamia a la monogamia, del matrimonio forzado al voluntario, de la consideración de la mujer como propiedad a la igualdad de condiciones entre los cónyuges, la incorporación y negación del divorcio, etc. Lo que nos muestra el matrimonio es que es una institución política, fundada por la ley y el derecho. Del cambio de éstos últimos se ha seguido su propia transformación.
Hay buenas razones para sostener que el matrimonio civil, símbolo de un Estado secular que buscaba erigirse en un poder similar al que ostentó la Iglesia, se encuentra agotado y no es justificable. Existen mecanismos suficientes para resguardar a los hijos y la propiedad privada. ¿Por qué “un grupo de legisladores” debería decidir sobre la legitimidad o no de la vida sexual, reproductiva, sentimental de los otros? Hoy lo razonable es: AVC para todos y fin al matrimonio. Si se desea persistir en éste atavismo, no se le puede negar su acceso a nadie. Eso es buscar negar la raíz esencialmente igualitaria de la modernidad que informa las sociedades avanzadas o lo que es igual, es tratar de tapar con un dedo el sol.
Fuente: Gonzalo Bustamante
Lo primero, por prudencia argumentativa, es distinguir la creencia mística o religiosa de su origen histórico. La existencia de distintas formas de matrimonio, es un hecho de la causa por nadie desmentida: inclusive bíblico. Otra cosa es que legítimamente algunos puedan creer, a pie juntillas, que además le acompaña a su forma monógama, una voluntad divina. Como eso es materia de fe y no argumentable más allá de ese ámbito, lo que tenemos es una institución que ha tenido distintas formas en culturas diversas, momentos históricos diferentes, que ha transitado no sólo de la poligamia a la monogamia, del matrimonio forzado al voluntario, de la consideración de la mujer como propiedad a la igualdad de condiciones entre los cónyuges, la incorporación y negación del divorcio, etc. Lo que nos muestra el matrimonio es que es una institución política, fundada por la ley y el derecho. Del cambio de éstos últimos se ha seguido su propia transformación.
¿Hay algo de natural en el matrimonio? Biológicamente existe una tendencia mayoritaria de las especies por reproducirse y por cuidar de sus nuevos miembros de parte de quienes han sido sus progenitores y de las generaciones más viejas respecto de las nuevas. No existe nada así como una “conducta natural” sobre la poligamia, monogamia o adulterio. El matrimonio en cuanto norma regulativa de la sexualidad, reproducción y vida familiar ha tomado en el caso de la especie humana la forma más conveniente de acuerdo a las exigencias de la evolución social. Por eso, no son raros los casos históricos donde la existencia de la “señora” se lograba con simple sometimiento, contra la voluntad de la mujer. Era la ley del más fuerte. No fueron pocas las veces, ni tan lejano los tiempos, que la estricta ley de la monogamia convivía con la práctica social aceptada como normal de tener “alguien por fuera” en el caso del hombre.
En época de sociedades guerreras, las mujeres podían ser tratadas como propiedad. Se podían pedir a los dioses y estos las otorgaban en premio. En sociedades monoteístas, esas creencias informaban y estructuraban la ley. Hoy, en una sociedad comercial basada en la libre competencia, política y jurídicamente estructurada en base a un derecho de tipo liberal y de constitucionalismo republicano, la idea de la neutralidad del Estado, la igualdad ante la ley y el reconocimiento simbólico para todos y todas, hacen inviable la pretensión de algunos de mantener una institución social de éste tipo basada en la fe particular de algunos.Hay buenas razones para sostener que el matrimonio civil, símbolo de un Estado secular que buscaba erigirse en un poder similar al que ostentó la Iglesia, se encuentra agotado y no es justificable. Existen mecanismos suficientes para resguardar a los hijos y la propiedad privada. ¿Por qué “un grupo de legisladores” debería decidir sobre la legitimidad o no de la vida sexual, reproductiva, sentimental de los otros? Hoy lo razonable es: AVC para todos y fin al matrimonio. Si se desea persistir en éste atavismo, no se le puede negar su acceso a nadie. Eso es buscar negar la raíz esencialmente igualitaria de la modernidad que informa las sociedades avanzadas o lo que es igual, es tratar de tapar con un dedo el sol.
Fuente: Gonzalo Bustamante
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