domingo, 15 de enero de 2012

Hungría se encamina a la dictadura fascista.

 Hoy hay un país en el corazón de Europa cuyo Gobierno amordaza a los medios de comunicación, desmantela los sistemas de protección social y sanitaria, pone en tela de juicio unos derechos que creíamos adquiridos, como el derecho al aborto, y criminaliza a los pobres.
Hay un país que vuelve a entroncar con el chovinismo más obtuso, con el populismo más gastado y con el odio a los gitanos y los judíos, convertidos cada vez más abiertamente, como en las horas más sombrías de la historia del continente, en chivos expiatorios de todo lo que va mal.
Hay un país en el que están adoptando, en nombre de un principio de pertenencia que hay que calificar de étnico o racial, un régimen electoral que creíamos muerto con el nazismo y que da derecho al voto a todos los "nacionales" no ciudadanos dispersos por el resto de Europa.
Ese país es Hungría.
Y, esta vez, Europa no dice nada.
Los lectores del maravilloso libro Miseria de los pequeños Estados de Europa oriental, de István Bibó, conocen bien el cóctel de obsesión nacional, patriotismo victimista y dolorismo colectivo que hace de la nación húngara -como también de la polaca o búlgara- una especie de nación-Cristo llamada, como en los tiempos en que el buen rey Esteban batallaba contra los otomanos, a proteger y regenerar la civilización amenazada.
Los lectores de El Danubio, la obra maestra de Claudio Magris, saben que este asunto de un pueblo extramuros, esta forma de dar a los magiares del exterior los mismos derechos que a los del interior, esta forma de decir, sobre todo, que es ahí, en las fronteras, donde residen el alma del pueblo y su verdad más sagrada, entran en resonancia con una viejísima historia que es la de la cuestión transilvana y que, tanto en Hungría como en Rumanía, no deja de exacerbar los ánimos.
Y, de una forma más general, incluso más allá de la región, cualquiera que tenga buen oído no puede dejar de oír en esta forma de nacionalismo, en esta definición de la nación como una entidad bendita, gloriosa, pero herida en el corazón, herida en sus entrañas, y convertida, a partir de ahí, en una especie de acreedor que exige que el mundo repare el ultraje; en resumen, en este esencialismo que hace de la comunidad nacional una criatura de Dios, una entidad casi mística, un ser pleno pero separado de sí mismo y cuya pureza perdida urge recuperar, nadie, no, nadie puede dejar de oír la forma exacerbada de una idea que desde los años treinta ha estado en el centro de todas las formas de fascismo.
No creo que hayamos llegado tan lejos.
Fuente: elpaís.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario